eguro que hay alguna canción que te pone de muy buen  
humor cada vez que la escuchas. O te hace pensar en grandes  
aventuras, o recordar a una persona a la que quieres mucho.  
S
Eso te pasa porque la música sabe cómo hablarle a tus emociones.  
Suena extraño, pero así es. Como si al escuchar una canción  
algunas de sus notas se colaran en tu interior y pusieran en marcha  
tu alegría, tu tristeza, tus ilusiones o tus miedos. A mí también me  
pasaba, y de una manera tan intensa que nada me gustaba más que  
dejarme llevar por la música que sentía dentro de mí. Gracias a esa  
pasión y a que tenía un don para escribir música, me convertí en uno  
de los mejores compositores de todos los tiempos.  
El camino no fue fácil. Desde muy joven tuve que luchar  
con la mayor desgracia que le puede suceder a un músico: me  
quedé sordo. Pero para sorpresa de todos, con mi entusiasmo y  
sensibilidad para la música logré componer un buen número de  
obras geniales. Me llamo Ludwig van Beethoven.  
Esta es mi historia.  
—Venga, Ludwig, repite otra vez esta melodía.  
Nací en 1770 en la ciudad alemana de Bonn, en el seno de una  
familia de músicos tanto mi padre como mi abuelo eran  
—¡Estoy harto, me duelen los dedos!  
:
directores de orquesta. Pero aunque crecí en una casa llena de  
notas y melodías, mi infancia fue triste y difícil. Nunca tenía tiempo  
de jugar con otros niños o divertirme, porque mi padre me obligaba  
a tocar un instrumento a todas horas. Quería que me pareciera a  
Mozart, el famosísimo compositor que ya desde pequeño había  
deslumbrado a todo el mundo con su increíble don para la música.  
Pero por mucho que se empeñara, Mozart y yo éramos diferentes.  
A Mozart también le dolían.  
¡Tengo hambre!  
Mozart se alimentaba de música.  
¡Quiero irme a dormir!  
—Mozart no dormía.  
Puede ser, pero estoy seguro de que el padre de Mozart no era  
tan pesado.  
He de reconocer que mi padre al menos tenía razón en una cosa:  
la música se me daba realmente bien. Incluso disfrutaba  
tocando, sobre todo cuando estaba a solas y no tenía a nadie que  
me atosigara. Así que cuando mis padres me pidieron que buscara  
un trabajo para aportar algo de dinero en casa, no lo dudé ni un  
instante: ¡sería músico!  
Empecé dando clases de piano a otros niños, pero enseguida  
me di cuenta de que con tanta música no había tenido tiempo de  
estudiar otras cosas. Como por ejemplo matemáticas.  
Profesor Ludwig, esta semana han sido 3 horas de clase, ¿cuánto  
le debemos?  
—A ver, si hemos hecho 3 horas y son 4 monedas por hora,  
entonces, 3 veces 4… ¿444 monedas?  
Profesor, querrá decir 12 monedas, ¿no?  
Sí… eso.  
Ahora ya sabía que la vida me había regalado un talento  
—¡Estoy bien, mamá!  
extraordinario para la música, pero pronto descubrí que con la salud  
no había tenido tanta suerte. Tenía asma, una enfermedad que te  
causa problemas respiratorios, así que para mí un simple resfriado  
se convertía en una auténtica pesadilla. Tenía que pasar mucho  
tiempo en cama y eso me ponía de muy mal humor. Me irritaba  
mucho estar perdiendo un tiempo que yo quería dedicar a la música.  
Pero si estás más caliente que la estufa…  
¡La temperatura ideal para componer!  
Anda, estate quieto e intenta componer una sinfonía de  
ronquidos…  
Descubrí por entonces que me encantaba inventar nuevas  
melodías y crear piezas musicales diferentes. Sobre todo me  
gustaba probar cosas nuevas con el piano. Sentía que las ganas que  
me faltaban cuando mi padre me obligaba a tocar un instrumento,  
rebosaban ahora que podía escribir y tocar lo que yo quisiera.  
Me pasaba horas enteras tocando y escribiendo música a solas:  
sentado ante un piano me sentía plenamente feliz.  
En cambio relacionarme con los demás no se me daba tan bien.  
Yo era un jovencito tímido y callado, y me costaba incluso hablar con  
la gente de mi edad porque me daba vergüenza. Y si encima eran  
chicas, ¡entonces era mucho peor!  
Hola Ludwig, ¿ya estás mejor de tu resfriado?  
Eh, ho-hola. Gracias.  
¿Gracias? Te preguntaba si ya estás mejor.  
Sí, claro, por eso… Esto, tengo que irme.  
Con 22 años decidí dejar Bonn para irme a vivir a Viena. Me  
hacía muchísima ilusión, porque en aquel tiempo Viena era la  
capital de la música y allí estaban algunos de los mejores  
compositores de la época. Entre ellos se encontraba el famoso  
Haydn, que había prometido acogerme como alumno. Pero la ilusión  
no me duró mucho. Enseguida descubrí que Haydn era mucho  
mejor componiendo música que enseñándola: sus clases eran  
tremendamente aburridas.  
—Ludwig, vamos a repetir este compás de nuevo.  
¡Pero si lo hemos tocado ya cinco veces!  
Hay que repetir más veces para que salga perfecto, querido.  
Por suerte, mi nombre pronto empezó a sonar con fuerza en la  
ciudad. Algunos decían que mi música era muy original, y que pronto  
me convertiría en el nuevo genio de Europa.  
Me estaba haciendo famoso, y cada vez me llegaban más  
peticiones para que tocara en grandes fiestas o creara una obra  
en honor de algún personaje importante. Pero yo no disfrutaba  
componiendo o tocando lo que me pidieran otras personas. Crear la  
música que otros se imaginaban me ponía de tan mal humor como  
cuando mi padre me obligaba a tocar durante horas.  
Señor Beethoven, me gustaría que me compusiera una melodía  
alegre.  
¡Mi música soy yo! Yo compongo lo que siento, y hoy no estoy  
alegre.  
No se ponga así, yo solo sugería que…  
¡Si no le gusta como compongo, ahí tiene el piano!  
He de reconocer que no tenía un carácter fácil. Yo solo quería  
hacer mi música, la que me acompañaba a todas horas en  
mi cabeza.  
Con tan solo 26 años, mi fama y mi riqueza iban en aumento. Pero  
justo cuando parecía que la vida me sonreía, me di cuenta de que  
algo empezaba a fallar. Algo terrible. Espantoso. Lo peor que le  
puede pasar a un músico. ¡Me estaba quedando SORDO!  
—Deje de darle vueltas al tema, maestro Ludwig, tiene que  
descansar.  
Pero ¿cómo voy a seguir componiendo si no puedo oír?  
Maestro, usted es un luchador. Nunca se rinde. Seguro que  
Desesperado, visité a varios médicos y probé diversos  
tratamientos, pero nada funcionó: mi sordera era cada vez mayor.  
Me sentía muy triste y desgraciado. Sin oído… ¿cómo podría crear mi  
música, ahora que la necesitaba más que nunca?  
encontrará la manera.  
Entonces ocurrió algo maravilloso. Cuando ya no era capaz de  
oír las notas a través de mis orejas, de pronto empecé a escucharlas  
directamente en mi cabeza. ¡Era fantástico! Cerraba los ojos y podía  
sentir claramente la música que estaba creando sin necesidad de  
escucharla.  
La música estaba dentro de mí, siempre la había llevado  
dentro. Descubrí que, aunque me hubiera quedado sordo,  
seguía siendo capaz de imaginar y crear nuevas melodías.  
A partir de aquel momento compuse algunas de las mayores obras  
de la música clásica.  
¡Esta melodía es maravillosa! Ahora entran los violines y después  
un redoble de tambores.  
Creo que el profesor Beethoven se ha vuelto loco. Yo no veo a  
ningún violinista tocando.  
Dice que puede oír la música dentro de su cabeza. ¡Qué bien, así  
podrá seguir componiendo!  
Uno de mis primeros éxitos tras quedarme sordo fue una sinfonía  
a la que llamé la Heroica. Por aquellos años, en algunos países de  
Europa, la gente había decidido protestar en la calle contra los  
gobiernos y los reyes egoístas para reclamar una vida mejor. Yo  
también compartía aquel ansia de cambio y, como puedes  
imaginar, ese sentimiento se notó en mi música. Así nació la  
Heroica.  
Al principio, pensé en dedicársela a Napoleón Bonaparte, el  
general francés que había conseguido expulsar del trono al cruel  
rey Luis XVI. Gracias a él, por fin el pueblo francés se gobernaría  
libremente con las leyes que ellos mismos escogieran. Sin embargo,  
la ilusión me duró poco.  
¡Noticia! ¡Noticia! ¡Napoleón se ha proclamado emperador!  
¿Qué? ¿Él tampoco va a dejar que la gente se gobierne? Pues  
borraré ahora mismo mi dedicatoria.  
En los años siguientes, mi salud fue empeorando. A la sordera  
se añadieron problemas respiratorios y dolores de vientre. Pero yo  
no perdí el entusiasmo por la música, y seguí componiendo muchas  
otras grandes obras, como la Quinta sinfonía, la Pastoral o mi  
famosa pieza para piano llamada Para Elisa.  
En esa época escribí la Novena sinfonía, que contiene una canción  
que seguro que has escuchado alguna vez: el Himno a la alegría.  
Aún recuerdo el día del estreno. Cuando acabamos el concierto, me  
quedé en silencio mirando a los músicos con orgullo. Pero como era  
sordo, no sabía si al público le había gustado o no.  
—Bravo, bravo, bravísimo.  
—¡Es una obra maestra!  
—Genial.  
Una amiga vino a mi lado, me cogió por los hombros, y  
me obligó a girarme fue entonces cuando vi al público en  
:
pie, aplaudiendo con locura.  
Después de aquella noche, seguí escribiendo música durante tres  
años más, para todo tipo de instrumentos. A pesar de mis problemas  
de salud, fui un privilegiado porque mi don no me abandonó. La  
música siguió ofreciéndome muchos motivos de alegría hasta mis  
últimos días.  
Lo más importante, sin embargo, es que mis obras iluminaron a  
otros grandes músicos que vinieron después y les inspiraron nuevas  
y originales melodías. Incluso me han dicho que el Himno a la alegría  
se hizo tan famoso que, cuando se creó la Unión Europea,  
eligieron su melodía como himno oficial para representar la  
unión de los países. ¡Qué orgullo!  
Me llamo Ludwig van Beethoveny esta fue mi historia.  
Escribí algunas de las sinfonías y sonatas para piano más famosas  
de la historia y dicen de mí que fui un genio porque creé una nueva  
manera de componer música.  
Lo más increíble de todo es que lo hice sin poder escuchar nada  
de lo que componía. Porque la música estaba dentro de mí, la  
necesitaba para sentirme vivo. Siempre fue mi pasión y la mejor  
manera de expresar lo que sentía.  
FIN